Pero, para viaje mágico, el que hoy os quiero presentar.
No nos hace falta casi nada. Solamente ganas de descubrir el territorio y curiosidad en la mirada.
El tiempo nos acompaña. Cojo mi pequeña mochila e inicio mi ritual. Las llaves, el agua, la cámara fotográfica y… mucha emoción. Que no falte. Porque el rincón que me propongo desvelar es otro de mis lugares fetiche; uno de esos mágicos espacios a los que vuelvo cuando me hallo algo perdida, cuando parece que no hay solución ni escapatoria; cuando la vida se me revuelve, sólo la naturaleza y su calma me permiten serenarme y encontrar la paz interior que necesito.
El coche me está esperando. Ya sabe que hoy es día de rodeo. Pero está acostumbrado, y aún más, lo he aficionado, como a mis amigos, que se dejan convencer de vez en cuando por mi insistencia y pasión.
Mi dirección cambia su eje y dispone la brújula hacia el sur. La carretera de Sariñena se abre ante mí limpia y casi desierta, entonando con los adjetivos que ilustran y describen su paisaje: llanuras que se despliegan elegantes, paisajes que camuflan su encanto con serenidad, escarpes caprichosos que aparecen de repente chocando con la amplitud de una mirada infinita… ¿Cómo no voy a ver belleza desde aquí?
Poco a poco voy llegando. La carretera se hace más estrecha. Los caminos se bifurcan y escojo la vía que me lleva hasta la ermita de la Virgen de La Corona de Piracés. Las aves me acompañan por el camino: el alimoche, el águila real, el halcón peregrino o la collalba negra sobrevuelan la serreta y se escapan en la distancia…
Tengo ganas de divisar la belleza de la Peña Mediodía, ver cómo los rayos del sol desdibujan sus vértices centrado el día. Su espectacularidad esconde la antigua existencia de un castillo árabe (siglos IX y X). Sus huellas encontrarás si subes hasta su cumbre. Inolvidable la visión de las evocadores luces y sombras de las areniscas, de la erosión alveolar...
Aparco el coche en la parte baja de la ermita y me dispongo a ascender hasta la cima de La Corona. Ya casi estoy…
Desde todos los puntos se pueden observar las caprichosas formas que se han ido generando por la acción continuada y paciente del viento. Años y años de eficiente trabajo, de ejecución calmada y dibujo de perfiles escarpados o redondeados, donde poder dejar a la imaginación elaborar un discurso libre lleno de imágenes reconocibles: rostros humanos que nos recuerdan al aspecto de un anciano con boina, como una de esas formaciones geológicas que se ha dado en llamar “el abuelo Roque”.
Me dejo llevar y el camino parece andar solo bajo mis pies. Veo despuntar a lo lejos varias columnas de granito, y en paralelo, me asoma una sonrisa. Cada vez que vuelvo, parece una nueva primera vez. No me canso de recorrer los perfiles de la escultura de Fernando Casás, “Árboles como Arqueología”, y comprobar que se acomoda poéticamente al paisaje que la rodea. Tan poético es ese engranaje entre arte y naturaleza, como lo es el mensaje que el escultor nos quiere transmitir en su elaborado discurso artístico.
Los ocho monolitos de granito negro representan los esqueletos de una naturaleza desaparecida.
Muchos hablan del hecho de que, hace millones de años, hubo un frondoso bosque de sabinas rodeando la Corona de Piracés. Por otro lado, la encina o carrasca, también ha ido cediendo su espacio a la huella y la evolución humanas, rindiéndose a la transformación del paisaje y viendo cómo esas mismas tierras se han convertido en espacio para el cultivo o el pastoreo.
Por uno u otro motivo la naturaleza ha sido modificada, porque el cambio nos define, y nos hace redefinir la estructura y el aspecto de todo aquello que nos rodea.
Fernando Casás busca hacernos conscientes de esas alteraciones. Nos invita a pararnos, pasear, mirar y observar aquello que parece imperceptible, anclando la imagen artística a una imagen del pasado que nunca volverá, pero que desea mantener su recuerdo impregnado en estos ocho potentes monolitos que nos envuelven.
El artista nos explica las bases de su proceso, de su poética. Es tan claro y certero en su explicación que me he rendido ante sus palabras y os las comparto:
“Siempre que entraba en cualquier espacio natural recogía algún material, en general viejos trozos de madera u otros materiales naturales despreciados por el ojo urbano, comidos por insectos o desgastados por la intemperie. La elección del emplazamiento no podía ser otra que el desierto de Monegros, donde la naturaleza ha perdido la memoria de su bosque. La escultura consta de dos árboles naturales plantados en medio de un conjunto de ocho troncos de granito. Ubicadas en el alto de una de estas montañas cortadas por el viento y cuyos laterales son totalmente erosionados, esta escultura puede ser vista desde la distancia integrada al entorno monumental: arqueología de una vida que ha existido.”
Apenas hace falta añadir nada. Sólo hay que venir y sentirlo.
¡Hasta el mes que viene!
Selnur.