Silencio, calma, sosiego… son fuerzas prácticamente inalcanzables hoy en día. Sin embargo, en el Castillo de Montearagón, casi puedes tocarlas… Esa es la fascinante sensación de un monumento como éste. Una suerte de paradoja casi cómica. Porque hace más de 900 años la calma y la quietud, que hoy son intrínsecas a dicha fortaleza, no eran más que una utopía lejana en las conversaciones, tramas y estrategias que se tejían durante el reinado de Sancho Ramírez.

 

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Pero antes de vislumbrar esa historia que transita a veces entre lo legendario y lo documentado, me gustaría hacer de este post algo más que un canto a uno de los monumentos imprescindibles en los alrededores de Huesca, y añadirle, aunque sea levemente, algo de mí.

 

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Mi abuela siempre me lo decía: “La historia está en nuestros monumentos, y éstos siempre se llevan algo de nosotros”. Y es que mi abuela era muy especial. Su cabecita nunca descansaba y estaba llena de curiosidad. De hecho, a mi llegada a Huesca, hace algo más de dos años como os contaba en el post de enero, fue ella la que me insistió en que no me olvidara de visitar el castillo, que debía de ser una de mis primeras citas ineludibles con la ciudad. Porque, ¿qué sería de Huesca sin las vistas de ese perfil tan carismático?

 

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Así es como de visita obligada pasó a ser cita mensual, si el caprichoso clima lo permite. Puedo decir que visitar Montearagón se ha convertido para mí en un rito, y en ese rito se mezclan la historia del lugar y la mía personal.

 

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Por un lado las ambiciones de Sancho Ramírez, que quizá apresuradamente, en 1094, decidió tomar la Wasqa musulmana desde esta fortaleza construida para tal fin, acompañado de su hijo Pedro y de las cada vez más preparadas y fuertes tropas aragonesas; intento que como seguramente sabréis fue abortado con la precisión de un flechazo. Verdad o no, lo cierto es que a mí siempre me ha encantado esta historia, por cerrar de una manera tan poco gloriosa la vida de un monarca tan visionario como lo fue Sancho Ramírez. Fue su hijo Pedro quien, dos años después, culminó el sueño de su padre, haciendo de la Wasqa musulmana una ciudad cristiana.

 

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Por otro lado, bueno, el recuerdo de mi abuela, que en varias ocasiones pudo acompañarme hasta aquí para contarme hermosas historias y leyendas de la zona.

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Me encanta subir hasta el castillo por los diferentes senderos que hay para llegar hasta él: pasando por el acueducto romano, rodeando el saso y tomando la pista que se abre cerca de Fornillos… Es emocionante ver cómo poco a poco su perfil es cada vez más nítido, mientras tropiezas la mirada con el Salto de Roldán, con Fragineto, con Guara… En estos últimos días, de hecho, es un espectáculo, porque las cumbres están un poquito nevadas. El sábado pasado, que volví a mi rito con el castillo para refrescar las emociones en este post, estaba todo el entorno precioso. La naturaleza siempre te regala momentos maravillosos.

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Como maravilloso es el emplazamiento del monumento, sobre un promontorio, saso, mejor dicho, que nos brinda la posibilidad de pasear nuestros curiosos ojos por multitud de enclaves que contemplamos desde él: Santa Eulalia la Mayor, con su sempiterna torre, altanera y deliciosa, atalaya y guardiana de la sierra; la elegancia majestuosa de la reina del lugar, Guara; las peñas que configuran el Salto de Roldán… Infinitos son los puntos donde enfocar…

 

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Esta estratégica posición no pasó desapercibida para sus constructores, y tampoco para las posteriores generaciones, que la reutilizaron continuadamente con fines bélicos. Muestra de ello son las huellas de disparos en sus muros, señales de la Guerra Civil que también se observan en el búnker que se dispone a pocos metros de allí, o en las no muy lejanas trincheras de Tierz, refugio y campo de operaciones de las tropas republicanas.

 

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Sin duda, uno de los momentos más mágicos es pasearse por el interior de este castillo casi completamente derruido. Es por ello que he querido titular el post “un ensueño medieval”, porque la imaginación ha de ser poderosa entre sus muros, porque soñar las historias hace de ellas que sean más nuestras, porque parece inimaginable que donde ahora crecen hierba y maleza, antaño se levantasen ¡hasta tres claustros!

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Muchas más curiosidades llenan la historia de este grandioso monumento. Sin ir más lejos, uno de los grandes monarcas del Reino de Aragón, Alfonso I el Batallador, encontró sepultura en la iglesia de este Castillo-Abadía fundado en el siglo XI. Sin embargo, las circunstancias que presidieron en las diferentes desamortizaciones que se llevaron a cabo durante el siglo XIX provocaron su casi completa pérdida, si bien, sus restos se encuentran trasladados en la ciudad, y su tumba, hoy modernizada, puede contemplarse en la Sala Capitular de la Iglesia-monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca.

 

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Otra joya del castillo, actualmente conservada en la ciudad, en este caso en el Museo Diocesano, es el magnífico retablo de alabastro creado a principios del siglo XVI por Gil Morlanes el Viejo, y que preside el espacio de la parroquieta, hoy musealizado.

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Hace poco leí que la torre albarrana, esa misma que se dispone algo separada del recinto para evitar el acceso al interior al enemigo, en caso de intrusión, es la que ahora nos recibe como si se tratase de una entrada. Sin embargo, no es así, es una falsa entrada, ya que con el tiempo esta torre tan importante fue unida mediante arco al resto de la construcción.

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Muchas son las historias, y muchas son las sensaciones también, que rodean este precioso edificio. Por ello, yo os invito a que soñéis primero la fortaleza, la viváis por dentro y por fuera, en sus restos y en sus alrededores. Creo que es importante no perder de vista las sugerencias que nos hacen los monumentos, su seducción. Si bien es cierto, una vez disfrutada la etapa de ensoñación, ¿por qué no conocer un poquito más de su historia? Ahí es donde entra vuestra curiosidad más allá de lo que veáis. Pero eso queda a elección de cada uno.

 

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¡Nos leemos el mes que viene!

Un abrazo,

Selnur.

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