No puedo evitarlo; hoy estoy un poco triste. Casi siempre los cambios llegan a tu vida de golpe y sin avisar, y eso es justamente lo que me ha ocurrido en estas últimas semanas en Huesca.
Mi madre me llamó hace unos días desde Estambul: una importante compañía de comunicación turca necesita cubrir varios puestos de manera casi inmediata, y mi curriculum estaba a su alcance. Recibí una carta para presentarme en su sede dentro de unos días…
Ha sido una decisión muy difícil. Ahora se mezclan en mí multitud de sensaciones: tristeza, nostalgia, emoción, ilusión, miedo, angustia, desazón, curiosidad, pasión… ¡Todo a la vez y sin control!
Para ponerle el broche final a todo un año emocionante por la Hoya de Huesca he decidido atar los post como en un círculo: empecé un día frío pero soleado en el castillo de Montearagón, y este mes engalano mi despedida en un día muy semejante y en otro icono de la comarca, el castillo de Loarre.
Como en cada salida realizada para este blog a lo largo del año, la preparación y el viaje son otros dos ejes fundamentales en mis visitas, aparte del monumento o espacio a disfrutar. Y es que con el castillo de Loarre no se puede obviar el encanto del camino: ir descubriendo cómo se camufla entre las rocas que le sirven de sostén y cimiento, competir con tu acompañante sobre quién vislumbra su perfil primero, reconocer sus muros y quedarte petrificado con su monumental belleza.
Soy de esas personas, aunque ya os habréis dado cuenta a lo largo de estos posts, a las que les gusta apreciar las cosas con calma, y si puede ser en silencio, mejor. Aunque esto cada vez es más difícil, y menos cuando se visitan monumentos como este, de gran importancia y renombre.
Poco a poco voy caminando hacia el acceso al castillo: esa preciosa escalinata a doble nivel, que se cubre por una impresionante y estrecha bóveda de cañón, que descansa en potentes muros recorridos por esa imprescindible decoración que marca el Reino de Aragón y los edificios que forman parte del camino de Santiago: el ajedrezado jaqués.
Resulta curioso penetrar en un castillo que en realidad son dos en uno, e incluso tres. Sancho Ramírez (1071) se antepuso a los muros levantados por su abuelo, Sancho III el Mayor (1016-1020), con la riqueza del románico pleno, más esbelto, refinado y digno de una corte tan importante como la que él regentaba. Por eso la mirada se nos pierde en altura, al igual que al entrar en la iglesia de San Pedro, donde esa gran cúpula central nos hacer perder el equilibrio físico e histórico, porque todo en el castillo nos hace volar hacia el pasado, hacia su construcción y neurálgica vida, al momento en el que las pretensiones dinásticas y conquistadoras, las cruzadas y las luchas de poder marcaban el día a día de corte y pueblo.
Surcar el laberíntico diseño del castillo pone a prueba tu orientación… Por eso siempre es genial llevar contigo a alguien que no haya estado nunca en la fortaleza: porque lo genial es perderse con él, descubrir rincones que quizá no habías visitado o revisar con nueva mirada aquello que tantas veces has contemplado, pero desde la perspectiva del curioso, del novato, de aquel que observa por primera vez todo para reencontrarse en el patio de armas, ese espléndido espacio que nos muestra con nitidez la mezcla de estilos y épocas.
Allí nos toparemos con la pequeña iglesia lombarda de Nuestra Señora de Valverde, el aljibe, la torre de la reina y la del homenaje, y cómo no, el mirador que nos permite disfrutar de los llanos de la comarca, la Sotonera y su embalse, las aves que nos contemplan en su vuelo, y el nuevo pueblo de Loarre (que en el siglo XVI se trasladó al llano ante el abandono de la fortaleza lobarresa), con la Iglesia de San Estaban en su centro, que muestra orgullosa su chapitel octogonal ante la calma de su alrededor.
Desde luego que la visita no termina sin la ascensión a las dos torres que levantara en su momento Sancho III el Mayor, una con funciones de guardia y la otra albarrana (aquella que se abandona primero en caso de invasión y que queda desvinculada del resto de edificaciones para evitar el avance del enemigo), pero que con el tiempo adquirieron nombres plenamente románticos y casi legendarios que nada tienen que ver con su función original. Eso sí. Nos permiten dejarnos llevar, permiten que no sólo sea la historia la protagonista, sino también la imaginación de ese niño que todos llevamos dentro, y que hay que dejar escapar de vez en cuando.
Ya casi está atardeciendo, las sombras del otoño aparecen en el castillo para dejarlo solo con sus silencios y quejidos. Las puertas se cierran, pero la historia continúa.
Porque las despedidas no son finales, son hastaluegos, son momentos vividos que nos llevan a otros comienzos y desembarcos. Todo sigue. Así que no os digo adiós, sólo, hasta luego.
¡Un abrazo!
Selnur.